Paz a los hombres de buena voluntad

Paz a los hombres de buena voluntad

En política, al igual que en muchas otras esferas de la acción humana, esta se juzga más por los resultados que por las intenciones.

Partamos de la base de que Juan Manuel Santos estuvo animado de las mejores intenciones al emprender como presidente de los colombianos lo que ahora llama en un libro que acaba de publicar la batalla por la paz.
Logró, es cierto, firmar un acuerdo con las Farc y algunos resultados aparentemente satisfactorios, tales como la desmovilización de varios de sus frentes, la reinserción de un número aún no bien establecido de guerrilleros a la vida civil, la conversión de las Farc en partido político, la entrega parcial de armamento y bienes de esa colectividad subversiva, y otros más.

Pero los aspectos negativos de la empresa política de que se ufana quizás contrarresten los positivos. Lo más contundente es lo que José Alvear Sanín llama el entramado del narcoestado (vid. El entramado del Narcoestado). Con probablemente 250.000 hectáreas de cultivos de coca, que crecieron en forma acelerada a lo largo del proceso de negociaciones con las Farc, nos convertimos en el primer productor mundial de cocaína. El legado más nítido de Santos es ese: nos dejó convertidos en un narcoestado.
El conflicto armado cesó con parte de las Farc, no con todos sus efectivos. Y, según la Cruz Roja, en Colombia persisten al menos cinco conflictos armados internos: con el ELN, con el EPL, con las Autodefensas Gaitanistas, con los disidentes de las Farc y el conflicto entre el ELN y el EPL (Vid. https://www.aa.com.tr/es/mundo/cruz-roja-asegura-que-en-colombia-persisten-cinco-conflictos-armados-internos/1432953).
En realidad, la lista podría ampliarse, pues ya se habla de que los narcotraficantes mexicanos y los brasileños se preparan a entrar en la liza para obtener el control del jugoso negocio de la droga, que no solo se nutre de la demanda exterior, sino también del consumo interno. A alguien le oí decir en estos días que en cada cabecera municipal hay por lo menos una «olla». Basta con considerar la incontenible violencia que azota al Valle de Aburrá para darse cuenta de la magnitud del problema.
El presidente Trump quizás se refirió hace poco en términos desconsiderados a su colega Duque, pero no se le puede negar que tenía toda la razón: la droga sigue llegando al mercado norteamericano en cantidades superiores a las de antes. Ello, porque nuestro gobierno tiene las manos atadas para controlar efectivamente su producción. Lo ata el NAF, como también un fallo sospechoso de la Corte Constitucional, fuera de las limitaciones inherentes a su propósito de instaurar el imperio de la ley en un territorio tan extenso y difícil como es el nuestro, así como en una población tan heterogénea y refractaria a las normatividades que lo habita.
Para suscribir el NAF y ponerlo en vigencia, Santos se llevó de calle nada menos que la institucionalidad. En rigor, socavó la Constitución y perpetró no uno sino varios golpes de Estado en contra suya. 
Lo más grave fue que perdió de vista los presupuestos morales de la edificación de la paz y dejó una opinión ásperamente dividida en torno de ese noble propósito. 
La idea de cumplir sin modificación alguna lo que se estipuló con las Farc suscitará nuevos y quizás más hondos conflictos en la sociedad colombiana, como ya se está viendo con la impunidad que la JEP cree garantizar para sus crímenes atroces.
El llamado Himno de los Ángeles, en el que estos celebran el nacimiento del Hijo de Dios (Lc. 2,14), vincula la idea de la paz con la de buena voluntad:»Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».
Dejando de lado las discusiones filosóficas sobre el contenido y el alcance de este concepto, hay que admitir que sin buena fe, sin espíritu de justicia, sin lealtad de las partes, sin el propósito de llegar a acuerdos que en lo fundamental sean aceptables para todas ellas, la paz es ilusoria. 
Un sector considerable de la opinión pública colombiana cree que el NAF no es un acuerdo de paz, sino una claudicación de las autoridades  frente a un grupo criminal que pretende obtener el poder para instaurar un régimen totalitario y liberticida entre nosotros.
El modo como han obrado las Farc no contribuye a despejar esa creencia, pues insisten en su adhesión a los postulados del marxismo-leninismo y su carácter de organización revolucionaria. ¿Es posible entonces un acuerdo sobre lo fundamental con quienes de entrada niegan los principios de la democracia pluralista y afirman su propósito de destruirla, así sea por vías aparentemente legales?
Habla la prensa sobre un gran número de colombianos que están pidiendo nacionalidad o residencia en el exterior, por miedo a que este gobierno fracase y en 2022 gane las elecciones un candidato como Petro. Hay, en efecto, miedo en muchos sectores de la población, y ello no es positivo. Del miedo se siguen, como lo muestra elocuentemente la historia, muchas calamidades. 
Lo que se requiere hoy es un acuerdo que suscite la esperanza en el ánimo de los colombianos. Para lograrlo, hay que superar el sectarismo ideológico que domina a las Farc, su revanchismo, su idea delirante de refundar a Colombia, su insistencia en que se les garantice la impunidad por todo lo que hicieron, su propósito de persistir en el abominable negocio del narcotráfico, etc. Solo si de parte de las Farc se producen gestos generosos podrán sus dirigentes esperar lo mismo de quienes hoy les temen y hasta los odian.
Buena voluntad, en síntesis, es lo que debe animar a los protagonistas de la política para que reine la convivencia civilizada entre nosotros. Vuelvo sobre un tópico que traté en pasada oportunidad: el nuestro es, en el fondo, un problema de civilización. Si no nos ponemos de acuerdo para resolverlo, continuaremos sumidos en la barbarie.

Pero los aspectos negativos de la empresa política de que se ufana quizás contrarresten los positivos. Lo más contundente es lo que José Alvear Sanín llama el entramado del narcoestado (vid. El entramado del Narcoestado). Con probablemente 250.000 hectáreas de cultivos de coca, que crecieron en forma acelerada a lo largo del proceso de negociaciones con las Farc, nos convertimos en el primer productor mundial de cocaína. El legado más nítido de Santos es ese: nos dejó convertidos en un narcoestado.
El conflicto armado cesó con parte de las Farc, no con todos sus efectivos. Y, según la Cruz Roja, en Colombia persisten al menos cinco conflictos armados internos: con el ELN, con el EPL, con las Autodefensas Gaitanistas, con los disidentes de las Farc y el conflicto entre el ELN y el EPL (Vid. https://www.aa.com.tr/es/mundo/cruz-roja-asegura-que-en-colombia-persisten-cinco-conflictos-armados-internos/1432953).

En realidad, la lista podría ampliarse, pues ya se habla de que los narcotraficantes mexicanos y los brasileños se preparan a entrar en la liza para obtener el control del jugoso negocio de la droga, que no solo se nutre de la demanda exterior, sino también del consumo interno. A alguien le oí decir en estos días que en cada cabecera municipal hay por lo menos una «olla». Basta con considerar la incontenible violencia que azota al Valle de Aburrá para darse cuenta de la magnitud del problema.

El presidente Trump quizás se refirió hace poco en términos desconsiderados a su colega Duque, pero no se le puede negar que tenía toda la razón: la droga sigue llegando al mercado norteamericano en cantidades superiores a las de antes. Ello, porque nuestro gobierno tiene las manos atadas para controlar efectivamente su producción. Lo ata el NAF, como también un fallo sospechoso de la Corte Constitucional, fuera de las limitaciones inherentes a su propósito de instaurar el imperio de la ley en un territorio tan extenso y difícil como es el nuestro, así como en una población tan heterogénea y refractaria a las normatividades que lo habita.
Para suscribir el NAF y ponerlo en vigencia, Santos se llevó de calle nada menos que la institucionalidad. En rigor, socavó la Constitución y perpetró no uno sino varios golpes de Estado en contra suya. 

Lo más grave fue que perdió de vista los presupuestos morales de la edificación de la paz y dejó una opinión ásperamente dividida en torno de ese noble propósito. 

La idea de cumplir sin modificación alguna lo que se estipuló con las Farc suscitará nuevos y quizás más hondos conflictos en la sociedad colombiana, como ya se está viendo con la impunidad que la JEP cree garantizar para sus crímenes atroces.

El llamado Himno de los Ángeles, en el que estos celebran el nacimiento del Hijo de Dios (Lc. 2,14), vincula la idea de la paz con la de buena voluntad:»Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».

Dejando de lado las discusiones filosóficas sobre el contenido y el alcance de este concepto, hay que admitir que sin buena fe, sin espíritu de justicia, sin lealtad de las partes, sin el propósito de llegar a acuerdos que en lo fundamental sean aceptables para todas ellas, la paz es ilusoria. 
Un sector considerable de la opinión pública colombiana cree que el NAF no es un acuerdo de paz, sino una claudicación de las autoridades  frente a un grupo criminal que pretende obtener el poder para instaurar un régimen totalitario y liberticida entre nosotros.

El modo como han obrado las Farc no contribuye a despejar esa creencia, pues insisten en su adhesión a los postulados del marxismo-leninismo y su carácter de organización revolucionaria. ¿Es posible entonces un acuerdo sobre lo fundamental con quienes de entrada niegan los principios de la democracia pluralista y afirman su propósito de destruirla, así sea por vías aparentemente legales?

Habla la prensa sobre un gran número de colombianos que están pidiendo nacionalidad o residencia en el exterior, por miedo a que este gobierno fracase y en 2022 gane las elecciones un candidato como Petro. Hay, en efecto, miedo en muchos sectores de la población, y ello no es positivo. Del miedo se siguen, como lo muestra elocuentemente la historia, muchas calamidades. 

Lo que se requiere hoy es un acuerdo que suscite la esperanza en el ánimo de los colombianos. Para lograrlo, hay que superar el sectarismo ideológico que domina a las Farc, su revanchismo, su idea delirante de refundar a Colombia, su insistencia en que se les garantice la impunidad por todo lo que hicieron, su propósito de persistir en el abominable negocio del narcotráfico, etc. Solo si de parte de las Farc se producen gestos generosos podrán sus dirigentes esperar lo mismo de quienes hoy les temen y hasta los odian.

Buena voluntad, en síntesis, es lo que debe animar a los protagonistas de la política para que reine la convivencia civilizada entre nosotros. Vuelvo sobre un tópico que traté en pasada oportunidad: el nuestro es, en el fondo, un problema de civilización. Si no nos ponemos de acuerdo para resolverlo, continuaremos sumidos en la barbarie.

Jesús Vallejo Mejía

Publicado: mayo 2 de 2019

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