La muerte nos desgasta, incesante

La muerte nos desgasta, incesante

Un lunes de mayo, un gigantón afroamericano llamado George Floyd, que mide un metro con noventa y tres centímetros, y ha trabajado como camionero y guardia de seguridad en discotecas, entra en una tienda de descuentos en Minneapolis, compra un cartón de cigarrillos y paga con un billete falso de veinte dólares.

Minutos después, Floyd se acomoda en el asiento del conductor de su camioneta. Dos jóvenes cajeros de la tienda de descuentos advierten que Floyd ha pagado con un billete falso, salen corriendo, se acercan a Floyd y le piden amablemente que devuelva los cigarrillos, pues ha pagado con un billete falso. Floyd se niega a devolverlos.

Los cajeros regresan a la tienda, llaman a la policía y reportan que un hombre afroamericano, alto y fornido, les ha pagado con un billete fraudulento de veinte dólares y se niega a devolver la mercadería adquirida tramposamente. La policía no tarda en llegar al lugar del incidente. Aún no ha oscurecido. Son pasadas las ocho de la noche.

Floyd ha tomado por vía sublingual el opioide sintético fentanilo y ha inhalado cristales del poderoso estimulante metanfetamina. Tiene cuarenta y seis años. Por su altura y su complexión corpulenta, parece un deportista, un boxeador retirado.

La policía exige a Floyd que baje de su camioneta. Uno de los agentes desenfunda su pistola y lo encañona. Ya esposado, lo llevan a empellones al auto de la policía. Tratan de introducirlo en el asiento trasero. Floyd es tan alto que su cabeza se golpea con el techo del auto, impidiéndole entrar. Grita que es claustrofóbico. Pide que no lo empujen dentro del auto. Se resiste, forcejea, consigue prevalecer. La policía fracasa en su intento de meterlo dentro del vehículo. Frustrada porque no consigue neutralizarlo, crispada porque Floyd no obedece, la policía lo obliga a echarse en la calle, boca abajo. Dos agentes hunden sus rodillas en el cuerpo de Floyd: uno le aprisiona la nuca y otro la espalda.

Durante ocho minutos, Floyd grita desesperadamente que no puede respirar y la policía continúa arrodillada sobre él, sofocándolo, asfixiándolo, mientras algunos peatones graban el incidente con sus celulares y piden compasión por la víctima que pide clemencia. Nueve minutos más tarde, Floyd no tiene pulso, ha dejado de respirar. Antes le ha rogado a su madre, en tono conmovedor, que se despida de sus hijos, que los ama a todos. Tiene cinco hijos. Presiente que va a morir esa tarde aciaga. A gritos, sin poder respirar, se despide de ellos.

El policía que más viciosamente hunde sus rodillas sobre la nuca de Floyd ha trabajado con él: han sido guardias de seguridad en una discoteca de esa ciudad. Se ensaña con Floyd. Ignora sus súplicas. Lo tortura lenta y minuciosamente, hasta matarlo.

Tres semanas más tarde, un viernes de junio, Rayshard Brooks, un joven afroamericano de veintisiete años, padre de tres hijas, que ha estado preso por fraude con tarjetas de crédito, bebe abundante alcohol, maneja su auto hasta un restaurante de comida rápida en Atlanta, ordena la comida y se queda dormido dentro del auto, obstruyendo el avance de los vehículos que están en la fila, detrás del suyo, tratando de pedir comida rápida. Ya es de noche. Frustrados porque no pueden avanzar, dos conductores que están haciendo la fila detrás del auto de Brooks llaman a la policía y reportan que un hombre se ha quedado dormido o se ha desmayado al timón de su vehículo, impidiendo el avance de los autos en el restaurante de comida rápida.

Poco después, la policía llega al lugar del incidente. Dos agentes despiertan con cuidado a Brooks. Temen que sea violento o esté drogado. Brooks reacciona tranquilamente. Despierta, baja del auto, pide disculpas por haberse dormido. La policía le pide que mueva el auto a un lugar que no provoque congestión. Brooks obedece. Los agentes advierten que Brooks tiene un poderoso aliento a alcohol. Le preguntan si ha bebido alcohol. Brooks confirma que ha bebido alcohol esa noche, pero asegura que solo ha tomado una dosis razonable y no está embriagado. La policía lo somete a dos pruebas para determinar si se encuentra borracho: le pide que camine en línea recta, dando pasos cortos, sus zapatos tocándose uno detrás del otro, y a continuación le pide que sople en un pequeño aparato, el alcoholímetro, que mide la concentración de alcohol en la sangre. Brooks camina sin perder el equilibro ni caerse. Parece risueño, de buen humor. Actúa como si fuera un hombre amable. Luego sopla. La policía le dice que su nivel de alcohol es ilegal: Brooks tiene un nivel de alcohol de 0.108%, por encima del límite legal de 0.08%. Debido a eso, la policía le dice a Brooks que ponga las manos detrás de su cuerpo porque va a esposarlo y arrestarlo.

La policía no sabe que Brooks ha estado preso por fraude con tarjetas de crédito y se encuentra en libertad condicional. Brooks sabe que, si la policía lo arresta por manejar borracho, perderá su libertad condicional y volverá a la cárcel. Brooks no quiere volver a la cárcel. Por eso se resiste a ser esposado, forcejea con los agentes y caen al suelo los tres, en medio de una trifulca. Brooks logra extraer una pistola eléctrica paralizante de uno de los agentes y le dispara con esa pistola en una de las piernas. A pesar de que es un hombre delgado y está aparentemente ebrio, consigue liberarse de los policías, golpeándolos, dejándolos en el pavimento, y sale corriendo a toda prisa con la pistola eléctrica que ha hurtado.

Uno de los policías se incorpora, corre detrás de Brooks, le grita que se detenga. Brooks no lo obedece, continúa corriendo. Los conductores de la fila de autos para ordenar la comida rápida observan todo con estupor. El policía dispara tres veces al cuerpo de Brooks. Dos balas entran por la espalda de Brooks y lo matan en el acto. Deja tres hijas huérfanas.

Dos meses más tarde, un domingo de agosto, Jacob Blake, un joven afroamericano de veintinueve años, va a visitar a media tarde a su novia, en un pueblo de Wisconsin. Blake maneja una camioneta. En el asiento trasero están sus tres hijos: de tres, cinco y ocho años. Blake les pide que lo esperen un momento. Baja de la camioneta y toca el timbre de la casa de su novia. Recientemente, ella lo ha denunciado a la policía por asalto sexual. Blake no puede acercarse a ella, está prohibido de hacerlo. Sin embargo, se acerca de todos modos, discuten acaloradamente, Blake coge las llaves de la casa y ella le exige que devuelva esas llaves. Como percibe que Blake se comporta de un modo agresivo, la mujer llama a la policía y reporta que Blake está violando la ley al presentarse en su casa.

La policía no tarda en llegar. Son dos agentes. Le piden a Blake que se detenga. Blake no acata la autoridad de los gendarmes. Con sorprendente aplomo, se despide de su novia y camina hacia su camioneta, desafiando a la policía. De nuevo los agentes, que caminan detrás de él, le exigen que se detenga. Pero Blake no obedece y camina sin demasiada prisa, ignorándolos, como si fuera sordo. Blake abre la puerta delantera de la camioneta y se agacha, como si quisiera sacar algo. Uno de los policías alcanza a ver que dentro de la camioneta hay un cuchillo. Temeroso de que Blake saque el cuchillo y lo agreda, el agente dispara por la espalda contra el cuerpo de Blake. Dispara siete veces. Cuatro balas penetran en Blake. La mujer que llamó a la policía grita desesperadamente, tratando de detener el baño de sangre. Ya es tarde. Los hijos de Blake contemplan la tragedia desde el asiento trasero.

Blake es llevado al hospital. Es sometido a varias operaciones. Sobrevive a duras penas. Queda paralítico de la cintura hacia abajo.

Una semana después, un domingo por la noche, en ese mismo pueblo de Wisconsin, un joven blanco, de apenas diecisiete años, Kyle Rittenhouse, sale de su casa con un rifle Smith & Wesson AR-15. Rittenhouse y un puñado de amigos quieren defender a los comerciantes del pueblo, cuyos locales han sido atacados por millares de individuos que protestan airadamente contra una policía que, según afirman, indignados, es racista y actúa con brutalidad. La policía saluda y agradece a Rittenhouse por salir a defender las tiendas atacadas por los manifestantes. Rittenhouse les asegura que solo quiere proteger la propiedad privada y evitar que más comercios del pueblo sean saqueados y quemados por los jóvenes exaltados que protestan contra la policía.

Poco antes de la medianoche, Rittenhouse sufre una agresión de gas pimienta y es insultado y perseguido por un joven, Joseph Rosenbaum, de treinta y seis años. Corren hacia una gasolinera que se encuentra cerrada, en la penumbra. Rittenhouse dispara un tiro a la cabeza de Rosenbaum y lo mata en el acto. Luego saca el celular de la víctima, llama al 911 y reporta que acaba de matar a una persona. Enseguida sale corriendo a toda prisa.

Varias personas que han atestiguado el asesinato de Rosenbaum persiguen a Rittenhouse, en medio del caos y la confusión que no permiten distinguir con claridad cuáles son los dos bandos enemistados, quiénes son los individuos enfrentados unos a otros. Aturdido por el gas pimienta en su rostro, cargando el pesado rifle y una mochila con equipo médico de emergencia, Rittenhouse tropieza y cae al pavimento. Sus enemigos, los jóvenes que lo persiguen, lo atacan a golpes y tratan de quitarle el arma. Un joven, Anthony Huber, de veintiséis años, golpea a Rittenhouse en la cabeza con su patineta de madera. Desde el suelo, Rittenhouse le dispara en el pecho a Huber y lo mata a pocos metros. Otro muchacho, Gaige Grosskreutz, de veintiséis años, se acerca a Rittenhouse con una pistola en la mano. Rittenhouse le dispara y lo deja herido en un brazo. Grosskreutz salva la vida.

Rittenhouse se pone de pie, espanta a sus enemigos, que ahora lo saben capaz de matar, y huye, caminando deprisa. La policía no lo arresta. Lo reconoce como miembro de una brigada irregular que esa noche está aliada con ella. Rittenhouse pasa la noche en su casa. Ha matado a dos jóvenes. Al día siguiente se entrega a la policía.

@jaimebaylys

Publicado: septiembre 7 de 2020

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