Daniel Araujo: El fin de la pena

El sábado de la semana pasada dos hombres de unos 23 años, que la policía ya tiene plenamente identificados, le rompieron  dos dientes a mi hermano y le destrozaron la cara a golpes.  Solo le pegaron en la cara, solo en la cara, ni un solo golpe en el resto de su cuerpo. La intención que queda evidenciada en este detalle era dañarlo, causarle efectos en su aspecto que le acompañaran el resto de su vida. Mi hermano es un joven de 19 años, esencialmente pacífico y noble. Me contó con la cara destrozada en la clínica  que entró a lo que hasta el momento era una discusión  con el único propósito de pedirles a sus amigos, compañeros del Gimnasio Moderno, que calmaran los ánimos en un altercado que comenzaba a escalar el tono. No se trató en momento alguno de la una pelea o una riña, lo que sucedió fue un ataque. El no lanzó un solo golpe, apenas atinó a defenderse de una arremetida cobarde que le vino por la espalda cuando le tiraron al piso y golpearon el rostro, solo el rostro. El propósito de sus agresores no era  ganar una pelea, no era defender algún interés,  o la salud propia era simplemente dañarlo.

La gallardía con la que mi hermano menor ha afrontado el incidente esta semana me ha enseñado mucho sobre la persona que yo quisiera ser. Su buen humor y su capacidad para reírse de sí mismo son para mí una muestra admirable de verdadera valentía.  Con la ayuda de dios y  todos los cuidados médicos mi hermano recuperará su aspecto, pero no con poco esfuerzo, tiempo  y desgaste emocional, y lo peor, no sin mucho más dolor.

Le he acompañado a buena parte de las diligencias judiciales, motivado por el pequeño consuelo que significa para mí la esperanza de ver que se haga justicia con quienes tanto han lastimado a quien tanto quiero.  Confieso públicamente y sin ninguna vergüenza, que quisiera que esos dos hombres pagaran con la privación de su libertad el daño que han causado, las horas de doctores,  las horas de abogados,  los dos dientes de mi hermano, y los doce puntos que tiene en la cara.

Esta es la primera vez que me siento víctima. Ya en mi tiempo de vida mi familia había sufrido otros crímenes, ya por ejemplo la justicia había cometido uno imperdonable contra mi tío Álvaro Araujo cuando le condenó siendo inocente y sin pruebas, y recuerdo con nitidez el dolor de mi padre cuando las Farc asesinaron a su tía favorita, acaso a su persona favorita, Consuelo. Pero yo era un niño entonces. Ahora que por primera vez me siento víctima y tengo la capacidad de comprender la dimensión de lo que implica, pido del Estado la retribución justa y nada más.

Todo este episodio lamentable me ha devuelto a la facultad de derecho para replantear conceptos allí aprendidos en abstracto. Defendí  por ejemplo en  mis años en esa facultad que el fin esencial de la pena  debía ser la resocialización o acaso la prevención general del delito. La retribución que suena tan primitiva, la miré siempre con recelo, acaso con asco por ser un instinto tan animal, tan poco evolucionado.  Sin retribución en la justicia sin embargo, ahora lo entiendo,  no es posible la sociedad. Ese instinto tan básico, ese ánimo de venganza que he sentido por vez primera, debe calmarlo el aparato estatal para que existamos como sociedad, para que nuestras vidas no caigan en la anarquía.  La resocialización, es una quimera, la prevención especial es otra quimera más, la otra cara de la misma moneda.  La prevención general, es decir, el desestimulo del delito que la privación de la libertad ocasiona, solo es viable si esa privación de la libertad es a la vez retributiva en cuanto sea equivalente al crimen.

Hasta ahora, la policía ha cumplido con su labor de manera eficiente, y la fiscalía avanza en los actos urgentes, pero nuestra rama judicial rara vez alcanza su propósito. Yo guardo la esperanza de que  por una vez el Estado logre que se haga verdadera justicia.  Puede que encontremos en su falta de eficiencia  crónica varias de las causas de esta cultura violenta en la que vivimos.

@daraujo644

Publicado: febrero 11 de 2017